El descubrimiento en las profundidades del tiempo

La tierra removida, el eco sordo de la herramienta hendiendo el suelo, el hálito helado del invierno colándose entre los intersticios de la roca. Era el 3 de agosto de 1908 cuando tres sacerdotes, los hermanos Amédée, Jean y Paul Bouyssonie, se adentraron en el paraje calizo de La Chapelle-aux-Saints, una modesta localidad en el departamento de Corrèze, Francia. No eran arqueólogos de academia ni científicos de renombre, sino clérigos con una avidez genuina por el pasado enterrado. Y allí, en el fondo de una cavidad de unos metros de profundidad, hallaron lo que cambiaría para siempre la concepción del hombre primitivo: un esqueleto neandertal casi completo, encorvado en una posición que sugería no el azar de un derrumbe, sino la intencionalidad de un entierro.

Un cuerpo hecho de historia

El fósil, apodado pronto como "El Viejo de La Chapelle-aux-Saints", emergió a la luz después de haber dormitado en la penumbra durante más de 60.000 años. Su cráneo, ancho y de frente huidiza, sus robustas extremidades y la clara evidencia de patologías avanzadas (artritis severa, pérdida dental casi total), narraban la historia de un ser que había sobrevivido más allá de sus fuerzas gracias al auxilio de su grupo. Este hecho, revolucionario en su momento, sugería que los neandertales practicaban cuidados comunitarios, protegiendo a los individuos enfermos y ancianos en una forma de solidaridad primitiva.

La tumba misma era significativa: una depresión cavada en el suelo, con vestigios de una disposición intencional del cuerpo, lo que indicaba una práctica funeraria primigenia. La visión tradicional del neandertal como un bruto sin inteligencia ni emociones comenzaba a tambalearse.

El momento histórico y la ciencia de su época

El hallazgo tuvo lugar en un mundo convulso. Apenas una década antes, en 1891, Eugène Dubois había sacado a la luz los restos del Homo erectus en Trinil, Java, lo que daba al ser humano una profundidad temporal insospechada. La teoría de la evolución, apenas medio siglo después de la publicación de El origen de las especies de Darwin, seguía siendo objeto de debate acalorado, y la relación entre el Homo sapiens y otras especies extintas era aún un terreno incierto.

Cuando el esqueleto de La Chapelle-aux-Saints fue estudiado por el paleontólogo Marcellin Boule, la visión predominante del neandertal fue teñida por prejuicios y malentendidos. En su análisis publicado entre 1911 y 1913, Boule describió al neandertal como una criatura simiesca, torpe y arcaica, incapaz de competir con la inteligencia y destreza del Homo sapiens. Su reconstrucción lo representaba como un ser de espina encorvada, arrastrando los pies, más cercano al mundo animal que al humano.

Este retrato deformado influiría en la percepción del neandertal durante décadas, reforzando la idea de su inferioridad y justificando su extinción como un destino inevitable. No sería hasta la segunda mitad del siglo XX, con nuevos hallazgos y estudios más rigurosos, que la imagen del neandertal cambiaría radicalmente, revelándolo como un homínido con habilidades cognitivas avanzadas, cultura material y una organización social compleja.

El legado del Viejo

Hoy sabemos que Marcellin Boule se equivocó. El Viejo de La Chapelle-aux-Saints no era un ser grotesco ni encorvado por naturaleza, sino un anciano marcado por las huellas del tiempo y la enfermedad. Su esqueleto mostraba los signos de una artritis severa que afectaba su postura, y su aparente tosquedad era en realidad el producto de una reconstrucción errónea.

Más aún, los estudios recientes han reafirmado lo que los hermanos Bouyssonie sospecharon desde el principio: el entierro no fue accidental. Los neandertales practicaban rituales funerarios, dotaban de significado la muerte y probablemente tenían concepciones simbólicas de la existencia. Quizás su mente, a la par de su robustez física, albergaba preguntas sobre la vida y la muerte, el paso del tiempo, la memoria de los ancestros.

El Viejo de La Chapelle-aux-Saints sigue hablándonos, su voz resonando a través de los estratos de la historia. No es un eco simiesco ni un susurro primitivo, sino la voz de un ser humano, distinto, pero no ajeno, que vivió y murió rodeado de los suyos, en un mundo de piedra y fuego, de hielo y ocres crepusculares. Su historia es la nuestra, escrita en los huesos del pasado.