En 1991 la Universidad Complutense de Madrid era un territorio desdibujado entre el asfalto y la historia, un lugar donde el pasado geológico se estudiaba en aulas que parecían vestigios de su propio tiempo. Allí, en el edificio de Geológicas, había un aula, la 3201 A, que se convirtió en una cápsula del tiempo y del frío, un refugio incómodo en el que aprendí a viajar sin moverme del asiento.
El aula 3201 A tenía la capacidad para albergar a quienes persistíamos en el tercer curso de Ciencias Geológicas y a quienes además de este, arrastraban otros en calidad de "repetidores". Sus bancos de madera, desgastados y escritos con nombres de generaciones pasadas, apenas ofrecían comodidad. En invierno, el frío calaba hasta los huesos, y en verano, el calor se quedaba atrapado entre las paredes desnudas, amplificando la sensación de estar en un páramo inerte. Pero nada de eso importaba cuando entraba Juan Luis Arsuaga.
Arsuaga no era todavía el nombre que llegaría a ser. No llenaba auditorios ni protagonizaba documentales. Era simplemente un profesor que impartía Paleontología 2 con una voz capaz de resucitar fósiles y hacernos creer que navegábamos junto a Darwin embarcados en una aventura alrededor del mundo a bordo del H.M.S. Beagle. Desde su primera clase, comprendí que no se trataba solo de memorizar nombres en latín o diferenciar una pelvis de saurisquio de otra de ornitisquio. No. Se trataba de algo más profundo, más visceral: la historia de la vida sobre la Tierra y nuestra conexión con ella.
Nos hablaba con una pasión contenida, de tú a tú, sin distancias, con el tono de alguien que lleva toda su vida persiguiendo una pregunta para la que aún no hay respuesta. A veces, se detenía en mitad de una frase, miraba al techo como si realizase el arcano ritual de la enseñanza y tras una pausa a modo de sortilegio nos transportaba con su voz al Jurásico, al Mioceno o a un remoto valle africano donde los primeros homínidos dejaron su huella indeleble. El aula 3201 A desaparecía entonces, como por arte de magia, para encontrarnos de pronto en un mundo donde la geología y la biología tejen la trama de la existencia.
Yo había elegido estudiar Geológicas sin un motivo preciso, quizá porque siempre me había fascinado la idea de que la Tierra guardara su propia memoria en capas de roca y sedimentos. Pero fue en ese tercer curso, en ese aula helada y con ese profesor desconocido, donde comprendí que la geología no era solo una ciencia, sino una forma de mirar el mundo. Que cada fósil, cada estrato, era una página de un libro que desde entonces reposa en los anaqueles de mi personal biblioteca.
Años después, al escuchar el nombre de Arsuaga en documentales y entrevistas, no puedo evitar sonreír. Para muchos, es un divulgador, un científico reconocido. Para mí, siempre será la voz que, en aquel invierno de 1991, me embarcó en un viaje a través del tiempo desde la dura madera de un pupitre del aula 3201 A.